miércoles, 29 de abril de 2009

Paranoia

Estaba en una farmacia, por razones que no viene al caso contar —y porque no se me da la gana—. Frente a mí, un par de mujeres exigían desaforadas que la dependienta les mostrara uno de los tantos productos que se expenden en cualquier botica seria.
Madre e hija, supongo, iban perfectamente cubiertas con su tapabocas semi industrial. Sí, no el típico azul, verde o blanco que se atora con una liga, sino aquel grueso que parece una concha, lleva en la parte de la nariz una cinta metálica y se utiliza para pintar o hacer labores de carpintería. En pocas palabras, un tapabocas reforzado.
Tenían enfrente un litro de alcohol, vitamina C en pastillas y la dependienta les llevó tres distintas presentaciones de algodón. Mientras esperaba a que me surtieran la receta, se debatieron entre la presentación mediana y la extragrande: la hija sugería la mediana, pero la madre optó por la jumbo. La menor, ya entrada en carnes, cedió.
Al pasar a la caja, entre la señoras en cuestión y el arriba firmante quedó un fulano.
Que tuvo la osadía de toser.
¡Uy! No lo hubiera hecho: la mayor de las mujeres se hizo a un lado a la velocidad de la luz y sobrevino el reclamo: ¡Señor, no me tosa! —¡No es broma!, intervino la más joven, echando mano a sus fierros como queriendo pelear. En esas estaban cuando la demanda de pago de la cajera disipó la tormenta reclamando el justo pago por la mercancía adquirida.
Pero esta empleada de botica cometió el error de toser. ¡Cajum! Sin aviso de por medio y sin cubrirse la boca con la parte interna del codo —como mandan los cánones—.
Ya se imaginan: nuestra preocupadas mujeres pusieron el grito en el cielo. ¡Señorita —exclamó la más vieja—, si usted se quiere morir es su problema! ¡Qué no se da cuenta de que toser así es como darme un balazo! ¡Es como el Sida!
Enseguida, en un tono que me pareció de perturbación, explicó —déjenme anotar que la cajera no ponía atención— en voz alta, supongo que a la concurrencia, que el alcohol y el algodón eran para limpiar utensilios en su casa. Enseguida, dirigiéndose a su compañera de compras, opinó que con haber estudiado la primaria era suficiente para darse cuenta de la peligrosidad de toserle a la gente.
Desde luego, disimulé una carcajada. A veces ni una Maestría en Salud Pública con Especialización en Administración de Empresas y Sistemas de Salud, pensé. Por fortuna, llevaba uno de esos tapabocas que ahora lleva uno como parte del uniforme de diario.
Pero lo más bonito fue cuando la cajera entregó el cambio. La matrona ni se acercó —no le fueran a toser más de lo tosida que ya estaba—. Pero la joven recibió con la punta de los dedos los billetes y de inmediato los roció con un spray así de chiquito, supongo que en un esfuerzo supremo de desinfección.
Sólo espero que después de tantas precauciones, haya funcionado. Porque, como dicen en mi pueblo, nadie tiene la vida comprada.

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