lunes, 13 de abril de 2009

Viacrucis

Lo de salir de vacaciones en Semana Santa o en una temporada semejante hace siglos que no lo hago. Claro, si es posible, me voy de la ciudad a pasar unos días con la familia. Pero de ninguna manera a un destino turístico y mucho menos de playa.
Es que esos días son una verdadera batahola en Acapulco y anexas.
Un año, por ejemplo, tuve el tino de sugerir un viaje a San Luis Potosí. Turismo religioso, dije, para ir a ver la procesión del silencio de la que tanto se presume. Y sí, la procesión es vistosa. Pero para verla más o menos cómodamente hay que comprar un lugar. La eficiente organización renta silla de a tanto la procesión y pues el que quiere verla en primera fila debe apoquinar sus respectivos billetes para tener la seguridad de que algo verá, porque aquello es un gentío como el de un concierto de artista de moda.
Años antes había tenido la experiencia del acapulcazo. Para lo que uno debe estar psicológicamente preparado. Y a la tierna edad a la que fui expuesto, no me quedaron ganas de volver. Sobre todo porque había más gente que mar. Y eso que estoy hablando de hace un cuarto de siglo.
De modo que en estos días de guardar, me guardo. Lo que no impide que vaya a visitar a la familia y entonces me exponga a la carretera. Es decir, a las casetas de cobro.
Que son como una extensión del viacrucis.
La caseta de cobro se anuncia como dos kilómetros antes de llegar —en el mejor de los casos—. Desde ahí, una filototota de automóviles transita a vuelta de rueda. Y un recorrido que normalmente toma cinco minutos, puede tornarse su buena media hora bajo el rayo del inclemente Sol.
No sé por qué, pero los concesionarios —de todasd las careteras— deben ser del alguna asociación religiosa que pugna por las penitencias físicas. De otra manera no se explica que un proceso simple se convierta en una verdadera tortura.
Imaginen la escena: el Sol cae a plomo sobre los viajeros que se guarecen en el interior del automóvil familiar, donde viajan por lo menos dos personas más que el cupo permitido. Al calor primaveral se suman los humores que secretan las fisiologías de los ocupantes del auto compacto, que aprovechan el alto parcial para degustar unas ricas viandas, compuestas principalmente del atún con cebolla, jitomate y granos de elote que sobraron de la vigilia. Al menos uno de los viajeros asoma las patas pelonas por la ventanilla —para envidia de la concurrencia—, aprovechando el airecito que se levanta al circular a 20 kilómetros por hora un kilómetro de llegar a la caseta. Donde la bola se detiene en doble fila para acudir en masa a unos atestados sanitarios.
Los dejé por El Dorado. Donde seguí mi camino. Y ellos deben haber estirado las piernas y comprado unos chescos para hacer más llevadero el viaje.

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