martes, 7 de abril de 2009

Pie a tierra

Cada vez es peor el panorama económico para este país y este estado llamado México —no Estado de México, como creen algunos tales por cuales—.
Lo bueno es que ya pasamos el primer trimestre del año, ese que supone que iba a ser el peor de todo el año.
De modo que ahora todo es como coser y cantar.
A menos que los discursos de sus señorías, los funcionarios gubernamentales de primer nivel —los que ahora mismo deben estar vacacionando en algún destino de playa o de shopping en el extranjero o las dos cosas— se equivoquen y nos vaya del carajo el resto del año.
Pero, insisto, según ellos, ya pasamos lo peor. Estamos blindados; hay reservas internacionales hasta para aventar pa’rriba; se amplían las coberturas de los servicios de seguridad social; iniciativa privada y gobierno alcanzan históricos pactos; los fundamentos económicos están sólidos, y un largo etcétera que no necesito repetirles —ni ustedes tienen necesidad de volver a leer—.
Escucho, leo y veo a los funcionarios responsables de que las cosas van bien decir que las cosas van exactamente conforme a sus pronósticos. Incluso, mejor. Desde los olimpos que les corresponden, la crisis es desaceleración, los despidos no son tantos como parecen, los precios se mantienen estables… en pocas palabras: no ha de qué preocuparse.
Aunque lo cierto es que cada vez nos tenemos que apretar más el cinturón. Nosotros, los de pie a tierra.
A nadie le alcanza el dinero. Donde había dos ingresos hay uno, a medias. Y todos tememos la posibilidad de que haya un nuevo despido.
Sólo en las altas esferas el panorama es distinto.
Mientras, los hijos mantienen a los padres, que no pueden encontrar un trabajo porque a sus años ya no hay nadie que los contrate, desechada la experiencia y el conocimiento logrados en años de entrega silenciosa.
O los padres mantienen a los hijos, a los cónyuges de los hijos y a los hijos de los hijos, porque a su corta experiencia no hay nadie que los contrate. Ni se logra de ninguna manera el ideal del empleo para todos.
Y los unos prefieren quedarse con un dolor atravesado entre el estómago y el corazón —eso que se conoce como hambre, combinada con angustia— y los otros ya no alternan con los amigos porque no tienen ni para darse el gusto de comprarse una cerveza. O una entrada al cine. O un refresco.
Por supuesto, de vacaciones, ni hablar.
Si acaso, jueves y viernes santos irán a alguna representación. Con el presupuesto justo para las naranjas con chile de los niños. Y unas salchichas. Sandwiches o tortas hechas en casa.
Porque a pesar de todo, es imposible renunciar a esa mínima alegría.

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