jueves, 22 de enero de 2009

Nagual

Estas noches tempranas, cuando el Sol se oculta pronto, en mi casa de cuando en cuando se contaban historias que nos mantenían con el alma en un hilo. Historias de aparecidos, de brujas, de fantasmas, lloronas y naguales. Familiares o conocidos que habían tenido alguna experiencia aterradora.
Y quedaba uno en estado de arrobamiento, con la atención puesta en los detalles y el oído atento de los ruidos nocturnos en aquella casa centenaria.
Los naguales —o naguales, como ustedes prefieran— eran siempre brujos que adoptaban por la noche formas animales. Casi siempre malvados. Dejaban su forma humana para adquirir la de un animal elegido o que se les había designado. Unos simplemente desaparecían y se convertían en el animal por su propia voluntad y para cometer fechorías. En otras historias se desprendía deliberadamente parte a parte de su cuerpo para transformarse en animal. En algunas más, el cuerpo dormido del nagual permanecía en su casa, mientras su espíritu vagaba en la figura de animal.
Eran hombres o mujeres. Sin respeto ni ley.
Contaban, por ejemplo, el de un nagual que se convertía en guajolote para maldecir a una familia. Noche tras noche se dejaba ver en su casa para generar el mal. Hasta que una noche, armado de valor, el pater familia atacó al animal, produciéndole heridas en muchas partes del cuerpo, rompiéndole un ala y ahuyentàndolo de su casa. Al día siguiente, proseguía la historia, al visitar a una comadre la encontró en su cama, herida y con el brazo roto. Ella argumentó un accidente doméstico, pero de inmediato supusieron que se trataba del nagual en cuestión. Sobra decir que le dieron muerte —entre confesiones y reclamos— y aquel guajolote de mal agüero jamás regresó.
Otras historias referían como ante la sospecha de que algún fulano era un nagual, se le mantenía vigilado, hasta descubrir en qué lugar se desprendía de brazos y piernas para transformarse en animal. Al robarle parte de su cuerpo le resultaba imposible volver a su forma humana y moría, sin poder seguir haciendo el mal.
Esas historias, con nombres y referencias cercanas nos dejaban insomnes una parte de la noche, escuchando el crujir de la madera, el silbido del viento y hasta golpes y pasos en el terrado. ¡El nagual!, pensaba aprehensivo. La llorona. O un fantasma tal vez.
Y nunca faltaba el testimonio de primera mano. La historia terrorífica.
Aunque a mí nunca se me apareció nada. Ni el niño que les salía en el rosal de castilla a mis primos ni la esquelética empleada de mi abuela que algunos dicen haber visto.
Y es una lástima, porque entonces tendría algo más interesante que contar.

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