viernes, 8 de mayo de 2009

Olmedo


Había en Piedras Negras, en el tercer piso departamento 5 del número 401 de la calle de Monterrey, un buen hombre que llamado Olmedo, que tenía el singular don de poder estar en varios lugares al mismo tiempo.
Era este Olmedo lo que se puede llamar un hombre ordinario.
Según contaba mi señor padre —que en gloria esté—, Olmedo no presumía de su omnipresencia. Para él era, incluso, una carga. Mi padre, que trabajó en el Resguardo Aduanal, adscrito a la frontera con Eagle Pass, Texas, trabó relación con el sujeto cuando revisaba su automóvil en el sencillo puente internacional y simultáneamente ayudaba, a unos metros de la frontera, a reparar una llanta a una gringa que contrataba trabajadores de la construcción.
Poseer el don de la ubicuidad era para Olmedo verdaderamente engorroso. Sobre todo a raíz de que confesó a su mujer la posibilidad que tenía de estar en dos o más sitios al mismo tiempo.
Por un descuido, hay que decirlo: cierta vez que se presentaba la caravana Corona en la limítrofe ciudad coahuilense, Olmedo y familia no tenían con quien dejar a sus menores hijos. Ya saben: la hermana también iría a ver a Miguel Aceves Mejía, la suegra tenía delirio por escuchar a Toña La Negra, la cuñada se negaba terminantemente a dormir en Piedras Negras —puesto que vivía del otro lado— y Olmedo tuvo el tino de decir que con tal de escuchar a Meche Barba —que era un mango— era capaz de quedarse a cuidar a sus chamacos.
Desde luego, aquello fue el acabose. Y sin darse cuenta, Olmedo reveló el secreto: estuvo en la presentación de la caravana y cuidó a sus hijos. Desde entonces, en su mujer todo fueron celos. “Sabrá Dios dónde estarás”, reclamaba con frecuencia mientras Olmedo le aseguraba que solamente allí: en el tercer piso departamento 5 del número 401 de la calle de Monterrey… aunque en ese momento esquiaba en los Alpes suizos con una francesa que tenía un ligero aire de Brigitte Bardot… y apostaba a la ruleta en Las Vegas, al lado de dos bombones y un jovencito Paul Anka.
Memorable fue el día en que Olmedo fue a parar a la cárcel de Piedras Negras. Naturalmente, en un esfuerzo desesperado de su legítima por evitar las que ella suponía —no sin razón— correrías y aventuras sin fin.
Una tarde, escribió a su mujer: “Muy señora mía: después de tres meses terminé ya el volumen número dos de El Quijote de la Mancha, un libro que he encontrado muy ilustrativo. Particularmente en su parte final, con esa referencia a las playas barcelonesas, adonde, movido por la curiosidad, me encuentro en este momento con una amiga catalana avecindada en Murcia. Le haré llegar la postal relativa. Aunque en realidad el motivo de la presente es pedir una edición respetable de La Guerra y La Paz, así como una guía de viajes por la Unión Soviética. Suyo al 100 por ciento, afectuosamente, Olmedo”.
Pero, cuenta mi señor padre, que el excéntrico Olmedo, repudiaba su gracia. Y nunca abandonó Piedras Negras. Aunque muchas veces —eso lo recuerdo yo— pasaba por la casa a jugar dominó y tomar una cuba de Don Pedro. Con cara de hastío, pero unos ojos brillantes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente cuento mi amigo. Muy bien trabajado y desarrollado. Felicidades.

Profr. Ariel Pérez Jiménez