miércoles, 25 de febrero de 2009

Corralitos

Ayer fui al acto del día de la bandera organizado por el gobierno estatal.
Fue un acto muy lucido y muy bonito. Con la misma cantidad de seguridad que se ha hecho costumbre en esta clase de acontecimientos. Es decir, harta.
Y los corralitos. Que no sé quién habrá inventado, pero que son una medida estupenda para mantener a raya a quienes no deben estar en un lugar que no les corresponda.
Si han estado presentes en un acto público del gobierno del estado de México en tiempos recientes, saben a lo que me refiero. Si no es así, permítanme describirlo.
En tiempos remotos de los gobiernos revolucionarios, el baño de pueblo era fundamental. La catársis de los ciudadanos al entrar en contacto con sus gobernantes… aún es así, pero es más difícil. Porque en la antigüedad —digamos el siglo pasado— muy pocas cosas separaban a los altos funcionarios de sus conciudadanos. Tal vez alguna valla compuesta por policías y la propia pelotera integrada por el pueblo en busca de auxilio, un saludo o una mirada de cerca.
Pero con la llegada de la alternancia en el poder —esta es una de las cosas que le debemos a la transición democrática—, el baño de pueblo se evaporó.
Ahora cualquier acto público de alguna importancia deben contar con algunas aduanas —creo que les denominan filtros— donde algunos pueden pasar, dependiendo de su valía y funciones.
Las tales aduanas se construyen mediante vallas de metal de color blanco, de un metro 20 de altura, enlazadas unas con otras y con el valor agregado de un policía. Algunas llevan una cubierta de tela de color verde. Las vallas se disponen de modo que el estrado queda perfectamente delimitado y a partir de él se van distribuyendo, casi siempre en forma rectangular, de modo que los distintos publicos se van acomodando dentro de cercos más lejanos o cercanos, grandes o chicos, vigilados o descuidados —aquí hay que reconocer que aunque somos del mismo barro, no es lo mismo catrín que charro—, según su jerarquía. Los cercos rectangulares conforman por sí mismos los corralitos. Zahurdas o lo que ustedes, mis estimados cuatro lectores, dispongan.
Eso sí, al final no hay pero que valga. A una orden imperiosa nadie sale de su corralito. Quien quiera hacerlo pasará un coraje de los mil demonios, pero ni traer su credencial de elector firmada por el ínclito Chuayffet o su gafete vi ai pi, lo salvará de detenerse hasta que otra orden permita el libre tránsito.
Y aunque parezca molesto, es una magnífica medida para evitar indeseables.
Ayer, sin ir más lejos, me alegré de quedar fuera del alcance de ciertos políticos. Porque no se sabe qué clase de mañas o carencias neuronales se puedan pegar por ósmosis.

No hay comentarios: