viernes, 31 de octubre de 2008

Sabores y colores


A mí los días de muertos, perdonen la franqueza, me parecen días de fiesta.
No sólo porque en estos días se celebra mi cumpleaños, sino porque a pesar de la solemnidad con la que me enseñaron que se tratan estas cosas, hay en el ambiente una mezcla de sabores y colores.
Mi mamá colocaba una ofrenda llena de sabores y colores. Sin el papel picado que se acostumbra en la actualidad, pero con mandarinas, naranjas, camote y guacamote, chayote, pan, cigarros y brandy Don Pedro, peras y jícamas, agua, flores y las imágenes sagradas.
Mi tía María Luisa llegaba de visita y le agregaba todos los años el regalo de un borreguito o un venado hecho de alfeñique, ese dulce quebradizo al que nunca le he cobrado el gusto.
Desde luego, el altar llevaba media docena de veladoras. Primero hubo una para cada uno de los muertos cercanos: mis abuelos paternos Trinidad —que pronto cumplirá 50 años de muerto— y Aurora, mi abuelo materno Antonio, y mi papá. Otra para la ánimas benditas del purgatorio. Pero con los años se fueron agregando mi abuela materna Simona. Y otros que se fueron quedando en el camino. Así que la veladoras fueron las mismas… pero compartidas.
La cera y el pabilo se iban consumiendo durante una semana o menos.
Y con ellos se iban acabando las frutas.
Un pellizco por aquí y otro por allá:
El vaso de agua disminuía su nivel —nos contaban que las almas visitaban el altar y la tomaban—. Los cigarros desaparecían —y misteriosamente reaparecían en El faldón, prendidos en nuestras infantiles bocas—. Hoy faltaba una naranja y más tarde una guayaba. Y antes de que terminara el día de muertos, después del trajín de llevar flores, escuchar misa —aunque en el panteón nunca se escuchaba nada—, caminar con botes y cubetas a cuestas y encontrar el resquicio entre el mundanal de gente, lo que quedaba de la ofrenda terminaba en nuestras barrigas.
El comedor de mi casa se vaciaba y todo regresaba a su lugar.
Menos las rosas de castilla del jardín, las hortensias y las azucenas que terminaban pelonas, adornando las tumbas del panteón florido. A la sombra del pino donde reposan mis antecesores paternos. En la cripta de mi familia materna.
No sé si eran vacaciones o si faltaba a la escuela con total cinismo. Pero los días de muertos me gustaban.

1 comentario:

Anónimo dijo...

A Don Felipe Gonzàlez
se lo cargó la huesuda,
que su columna era ruda;
creyó estar entre los inmortales.

Con su repique inocente
al submundo fue a dar
ya no podrá a sus lectores tratar,
todo por no ser creyente.

Sus cuatro lectores le lloramos,
nadie lo puede salvar,
ahora por su alma rogamos.