martes, 2 de junio de 2009

La danza

Cuando se trata de bailar, prefieron los ritmos clásicos. No es por presumir, pero puedo bailar cha-cha-chá, mambo y danzón. En mis años mozos —que ya quedaron muy lejos— aprendí a bailar jarabe y otros sones no menos nacionales. Desde luego, los años hicieron que aprendieran rocanrrol, cumbia, norteñas, salsa, banda y supongo que podría bailar pasito duranguense, aunque nunca lo he intentado. En todos esos ritmos me defiendo. No soy un gran bailarín, pero si se requiere sacarle brillo al piso, no me quedo sentado.
Pero lo que es el ballet, las danzas clásica, moderna, étnica o experimental, perdónen, pero tengo dos pies izquierdos y nula capacidad de comprensión.
Apenas veo algo que tenga que ver con alguna de esas elevadas disciplinas, y caigo en una especie de estado de idiotez éxtatica. Hagan de cuenta que con cara de ni entiendo nada —porque no entiendo nada—.
Especialmente cuando se trata de una de esas cosas modernistas: las bailarinas se contorsionan, hacen gestos de albergar un profundo sentimiento, van de un lado al otro del escenario… y yo, como si lo que estuviera psando fuera la invasión de los marcianos en vivo y en directo. Sin dejar de mencionar la música, que puede ser algo completamente imposible de digerir. Musicalmente hablando.
Pero, claro, lo que sucede es que yo soy muy corriente. Y prefiero quebradita con la banda El Farol… de por ahí de Capultitlán.

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